Cuando somos pequeños no solemos tener una visión global del universo, al contrario, poseemos una visión centralizada, focalizada y corta de nuestro pequeño mundo. De jóvenes esta visión se amplia considerablemente. En nuestro mundo además de nuestros padres hay amigos, maestros, etc.
Los estudios te orientan sobre distintas disciplinas y entre ellas la indispensable geografía, caes en la cuenta de que el mundo que te rodea es mas amplio y mas largo que la punta de la nariz que lo precede.
Súbitamente o paulatinamente, según los casos, ponemos a funcionar nuestro delicado cerebro, ambos hemisferios y todos los órganos periféricos que lo contienen incluido el hipotálamo.
Pero empezamos a darnos cuenta, por nosotros mismos, que todo lo que nos han contado no es del todo cierto. Algunos acontecimientos carecen de valor para nosotros, otros muchos son totalmente intrascendentes en nuestras vidas y muchos mas no son ni siquiera ciertas.
Caemos en la cuenta de que con demasiada frecuencia nos han inculcado supuesto valores inexistentes y nos han negado nuestros propios valores.
Nos amedrentan con la idea de un Dios todopoderoso que es a la vez benevolente y castigador, con la idea de que los mayores tienen toda la razón del mundo, aunque estén totalmente equivocados, y en definitiva, que casi no debes tener ideas propias porque éstas, irremediablemente te llevarán a caer en el error, el error del mundo. Por esta misma regla llegarás a la conclusión de que el diez por ciento de la población del mundo está en lo cierto y el noventa restante vive equivocado.
Como te estás habituando a pensar por ti mismo y no por lo que piensan los demás, llegas a pensar que todo eso que te han contado no es verdad y que muchos mienten.
Ya en la adultez tu maduración mental está casi completada, ya disciernes lo que es posible y plausible y lo que no lo es, y eso te lleva a un cisma que te arrastra a una especie de desesperación y no caes en la depresión porque no sabes que tal cosa existe.
En tal marasmo de dudas comienzas a plantearte, no ya la credibilidad de las trolas caseras, las burradas de los maestros y el exotismo de la iglesia, sino también la de los entes oficiales, léase gobierno, partidos, periódicos y demás asuntos que confieren al ciudadano la oportunidad de conexión con ese mundo del mas acá.
Un día, sin mucha sorpresa por tu parte, dejas de comprar el periódico, las razones son dos fundamentales; parecen estar comprados por esas entidades, con lo cual se publica lo que para ellos es convenientemente publicable, la segunda es que mienten con algún descaro. Pasado un tiempo te confirmas a ti mismo en la idea de que todo es una mentira, una vil trampa en la que habíamos caído los incautos y que el periódico sirve poco mas que para envolver loza y tratos viejos.
Con todo debe haber periodistas honestos, pero no les deben permitir ejercer un periodismo libre que implique una merma pecuniaria en aras de una información veraz.
La comunicación es un hecho incuestionable, salvo que vivamos en una isla desierta, donde sin duda tendríamos menos cachivaches pero mas felicidad.
Desde los tiempos de Galeno, la radio también ha ido tejiendo en nuestros oídos un gran telaraña, taponándola de tal infastuosa manera, que ya no discernimos la verdad de la fantasía. Por las ondas hertzianas se transmite toda clase de cosas inverosímiles.
En el colmo del desafuero nos encontramos con un moderno aparato que en principio nos servia, primero, para estirar las piernas sobre el puff y recostarnos a descansar en nuestro sillón favorito, segundo, para mantenernos entretenidos una tarde de pesado estío o frío invierno y en tercer lugar, o el primero según necesidades y preferencias para mantenernos informados, al día.
Nos hemos decepcionado totalmente. El triste aparto nos inquieta la mayor parte de las veces con su catastrofismo, nos pega los engatusados ojos a su pantalla hasta dejarnos ciegos ante las intrigantes escenas que nos van dosificando con eficaz depravación, otras nos trasmiten información quizás verídica, una y otra vez hasta hacernos creer que todo lo que nos cuenta es la verdad absoluta del mundo. Es una mortificación continua que nos repele y nos deleita a la vez, como una tortura reglamentada bañada de rica miel.
Hemos llegado irremediablemente a la conclusión de que éstos también mienten con gran descaro. Nos hacen creer en sus bajezas, intentan hacernos partícipes de sus oscuras maquinaciones, creen que hablan mejor que nosotros e intentan enseñarnos sus malos modales y costumbres perniciosas. Nos mienten incluso sobre lo que somos, donde vamos, donde estamos o lo que debemos hacer.
Finalmente desconecto su lengua mordaz y viperina y hago que se calle, desconecto el aparato y tomo un libro. El libro lo escojo yo, sé lo que quiero y me interesa leer.
La televisión te lo da todo aderezado para que solo lo mastiques. Yo propongo que nos opongamos a tales aberraciones y escojamos lo útil, ameno, informativo y/o entretenido, bien dosificado para que no te haga mal. Apaga la televisión y reflexiona.